Revista Digital de los Misioneros Combonianos 
en América y Asia

ETIOPÍA

Un tres en uno... en misa

P. Ramón Navarro / Desde HARO WATO (ETIOPÍA)

Las tres semanas que llevo por aquí han sido atípicas en lo climatológico. Durante la primera hemos tenido sol; una lluvia torrencial en la segunda; mientras que en la tercera ha alternado el sol durante el día, con una lluvia intensa al atardecer. Por la televisión se veían las inundaciones que se estaban produciendo en algunas zonas de Kenia y que, como se apuntaba, se irían acercando hacia el Cuerno de África. Yo miraba los mapas del tiempo para ver si las lluvias llegarían hasta aquí. Nuestra gente no estaba preocupada, supongo que porque nunca ha habido inundaciones en esta zona. A estas alturas, lo único que puede ocasionar la lluvia es la crecida de los ríos, que van bien encajonados entre las montañas o, como mucho, puede provocar algún alud o corrimiento de tierras. De momento, no he oído que la gente haya sufrido mal alguno a causa de las lluvias. La gente está esperando que madure el café para «revivir», porque de momento tienen poco o nada en sus casas. Las cosechas están aún en los campos, así que la gente vive con el cinturón bien apretado. 
Aquí no se ha notado la subida en los precios de los productos, como ocurre en las ciudades. La gente tiene su ganado, lo vende, y así gana un dinero. En las ciudades la cosa es peor porque nada es barato para nadie. El dinero de los salarios es siempre escaso, mientras que el coste de la vida sube cada día. He escuchado que en un año los precios han subido un 118 %. 
Hace unos días nos despedimos del P. John Kojo, que estuvo diez meses en la cárcel después de tener la mala suerte de estar involucrado en un accidente de coche, en el que falleció un joven. Salió de la cárcel hace ya algunos meses, la víspera de la fiesta de la Asunción de la Virgen, y solo estaba esperando mi vuelta a la comunidad para cogerse unas buenas vacaciones. Ahora ha llegado el momento y se ha ido tranquilo y feliz. Debería aprovechar este tiempo para olvidarse del calvario pasado y hacer una copiosa labor de revisión de todo lo vivido y plantearse el futuro. Nosotros lo esperamos de vuelta pues es una persona joven y valiosa, ha aprendido las lenguas locales y tiene un espíritu misionero encomiable. 
A mi regreso me he encontrado a muchos estudiantes de universidades y colegios superiores que me han pedido ayuda para afrontar las dificultades que supone vivir lejos de sus casas –comida, ropa y ­alojamiento– porque sus padres no tienen medios suficientes para mantenerlos. Los estamos ayudando como podemos con el fin de que no abandonen el curso. Tenemos ya un buen número de jóvenes que se formaron con nosotros en las escuelas primarias y ahora ya trabajan en la Administración o en el sector privado como enfermeros, maestros, técnicos de laboratorio, comerciantes… 
Hace poco fuimos a darnos un «baño de masas» en tres aldeas. Cada uno de los que fuimos a los pueblos celebramos bautizos, primeras comuniones y bodas… Todo en la misma Misa. La gente estaba muy feliz y cantaba con todas sus fuerzas. Yo me quedé a celebrar en la aldea más próxima a la misión, mientras los otros dos se fueron lejos. La noche anterior llovió a mares y por la mañana aún caía una buena cantidad de agua. 
El P. Jaime, salvadoreño, no se arredró, y cuando quise acompañarlo en coche, él prefirió ponerse el casco, el impermeable y salir en la moto. Joseph, el ghanés, cogió el coche y logró llegar hasta la mitad de su trayecto. Por el mal estado de la carretera, tuvo que hacer la segunda parte a pie, acompañado de algunos jóvenes que le ayudaron con la mochila, en la que llevaba los «aparejos» para la Misa. En mi caso, la lluvia tuvo otra consecuencia: la iglesia se llenó de barrillo y agua. La gente se sacudía el barro de la ropa y los zapatos dentro de ella. Pero cuando salimos, ya todo estaba seco. 
A la una de la tarde, y con un sol radiante, yo ya estaba de vuelta en casa. Me tomé un buen caldo de pollo y una pequeña pizza, y me fui a descansar un rato. Mis compañeros aparecieron a las cinco de la tarde, contentos de que los avatares pasados por el camino hubieran merecido la pena. Habían dejado a la gente contenta y esta no se había arredrado ante la lluvia, que cayó hasta empaparlos. 
Mi salud va como un tiro. Gracias a Dios llevo un ritmo de vida bastante normal, y mi presencia en la misión es apreciada. Ayudo en lo que puedo: doy clases a los catequistas, atiendo las reuniones de los jóvenes y la gente mayor y preparo el material educativo en la lengua local. Estoy traduciendo la Biblia, las lecturas de la Misa, las oraciones, el ritual de los sacramentos, los folletos para nuestros estudiantes… Antes era difícil hacerles leer algo porque apenas habían estudiado. Ahora son muchos los que los leen y se aprovechan de este trabajo. Y están todos hambrientos de pan y quieren poder competir con los maestrillos protestantes que se les ponen delante citándoles las cuatro parrafadas que se saben de memoria con el propósito de callarlos. Haciendo todas estas cosas, estoy entretenido.       

El perdón cura las heridas provocadas por el resentimiento y renueva las personas, las familias, las comu- nidades y la vida social. El perdón es la clave de nuestras relaciones con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos El perdón es una necesidad. Si no perdono, no puedo ser perdonado. El perdón es un proceso, este es, un continuo crecimiento hacia la libertad interior. No olvidemos que algunas experiencias son tan dolorosas que requieren mucho tiempo transcurrido en el perdón.