Experiencia
personal
El 11 de marzo de
2021 se cumplió un año de la fecha en que la OMS declaró la existencia de la
pandemia del Covid-19, un virus que ya circulaba por el mundo meses antes a partir
de la ciudad china de Wuham. Con esa fecha la OMS reconocía que se habían
reportado 118.000 casos de covid 19 en
114 países, con 4.291 personas muertas, aunque más del 90 por ciento de los
casos estaban en solo cuatro países. De hecho, muchos Gobiernos, incluido el español, seguían
sin darle demasiada importancia hasta la Declaración oficial de la OMS.
En esa fecha, yo estaba con mi familia en un pequeño pueblo de Galicia
(España), después de haber participado en la asamblea de provinciales en Roma,
con la intención de regresar a Madrid para viajar el 18 de marzo hacia
Colombia, donde vivo. Ante la
probabilidad cada día más fuerte de que el Gobierno español decretase el
confinamiento del país, cosa que finalmente hizo el 15 de marzo, decidí viajar
inmediatamente a Madrid pensando que, en todo caso, me permitirían regresar a
Colombia. Y, realmente, pude haber viajado, porque las fronteras no se cerraron
del todo por algún tiempo. Pero los mensajes que nos llegaban del Consejo
General recomendaban actuar responsablemente y quedarnos allí donde estábamos
para no propagar el virus. Por mi parte, me puse en contacto con los miembros del
Consejo de la Delegación de Colombia, quienes coincidieron con lo indicado por
el Consejo General. Para mí fueron unos días de angustia, porque pensaba que,
si me quedaba, pasarían semanas antes de volver a Colombia. Lo que me decidió
fue la incapacidad de saber si tenía ya el virus, con la posibilidad de ir
llevándolo a mis hermanos de Colombia y a
otras personas.
En efecto, a los pocos días de mi llegada a Madrid desde mi pueblo, una
noche empecé a sentir algo de fiebre y una tos parecida a la de la gripe. Me
fui a acostar temprano y, a la mañana siguiente, ya no participé en los actos
comunitarios y me aislé totalmente en la pequeña habitación que ocupaba. Pronto
me enteré de que otros miembros de la comunidad estaban también con fiebre en
sus habitaciones. No sabíamos si teníamos el virus, pero los síntomas eran
bastante claros y había que ser precavidos. No había manera de comprobar
nuestro estado, ya que los centros de salud estaban abarrotados y, por otra parte,
tampoco sabían mucho qué hacer, ni había abundancia de tests para certificar la
presencia del virus o no. Yo estaba en contacto telefónico con algún personal
sanitario que me llamaba casi todos los días para preguntarme por los síntomas
(fiebre, tos, dolores corporales…). Los míos eran básicamente fiebre (uno 38-39
grados) y tos, por lo que la preocupación no era mucha. El tratamiento era muy
simpe: paracetamol y mucha agua.
Ese tratamiento parecía surtir efecto y a los seis-siete días dejé de
tomar paracetamol, porque la fiebre había bajado. Pero al día siguiente, como
al sétimo-octavo día, la fiebre empezó a subir de nuevo con más fuerza, acercándose
a los cuarenta grados, lo que me preocupó porque en las noticias se decía que esta
segunda subida de la fiebre era más peligrosa que la primera… Y en ese momento
sucedió el golpe tremendo que sacudió a la comunidad de Madrid y también a mí:
El P. Gonzalo da Silva, ecónomo provincial, jovial, lleno de vida, bastante más
joven que yo, que estaba confinado en su habitación como yo y con seguimiento
médico telefónico, a la hora de la cena lo encontraron muerto en su cama. El
superior de la comunidad me lo comunicó conmocionado, casi sin pronunciar
palabra; y yo tampoco sabía qué decir ni qué pensar. Fue un momento tremendo,
en el que experimentamos la crueldad irracional de esta enfermedad, que mataba
casi sin aviso. No nos podíamos fiar de ella. De hecho, al día siguiente, el P.
Jaime Calvera, que estaba recluido también, fue llevado a la clínica vecina,
gracias al seguro de religiosos, y fue internado inmediatamente, estando con
oxígenos por todo un mes.
Yo venía de Colombia y no tenía dicho seguro actualizado, pero podían
inscribirme urgentemente. El superior me lo ofreció. Yo lo rechacé porque no me
sentía tan mal, aunque la noticia de la muerte de Gonzalo me sacudió, me hizo dudar
y tuve que pensar en la posibilidad de la muerte. Más abajo comparto algo de
mis sentimientos en aquella situación.
Gracias a Dios, la fiebre volvió a bajar definitivamente, no así la tos
que perduraría por meses. Por precaución seguí confinado dos semanas más y
después, poco a poco, me incorporé a la vida de la comunidad, esperando que la
pandemia aflojase y pudiese viajar a Colombia… Esto no sucedió y sólo después de
ocho largos meses pude encontrar un vuelo que me reportó a Colombia. Allí
encontré las comunidades combonianas en buena salud, gracias a Dios. Los
combonianos de Colombia (en Bogotá, Medellín, Cali y Tumaco), después de un tiempo
prudencial, se pusieron totalmente al servicio del pueblo de Dios con gran generosidad.
Milagrosamente, ninguno se ha infectado hasta ahora, aunque estoy conociendo
bastante colombianos que han sufrido la pandemia y sus efectos sanitarios, económicos
y psicológicos.
Algunas reflexiones a partir de la experiencia
1. El valor de la fraternidad
A mí me agarró la pandemia en la comunidad de Madrid y pude gozar de la
extraordinaria fraternidad y generosidad de los miembros de aquella comunidad,
que, ante la ausencia de personal de servicio y la enfermedad de varios de
nosotros, se multiplicaron con mucha sencillez y dedicación para cuidar la
higiene de la casa, la cocina, la lavandería, la medicina, así como sobrellevar
con entereza el enorme impacto de la muerte inesperada… Todo con buen humor y solidez
humana y espiritual. ¡Cómo aprecié esa fraternidad que a veces la rutina de la
vida parece ocultar!
2. La importancia de internet
Durante el mes que estuve encerrado en el cuarto (un espacio muy
reducido), tres cosas me mantenían en contacto con el mundo exterior: los
toques a la puerta para dejarme la comida o para preguntarme como estaba; el
teléfono (whatsapp) con el que me mantenía en contacto con familiares y amigos
de varias partes del mundo; la computadora a través de la cual podía seguir las
noticias del mundo, participar en la misa del Papa o a veces de algún sacerdote
colombiano y, muy pronto, empezar a realizar reuniones virtuales con grupos
apostólicos y, especialmente, con los combonianos de mi Delegación. Hasta una
asamblea virtual realizamos, participando cada comunidad desde su casa. Más
tarde, ya en Colombia, éste sería el medio más habitual de pastoral: reuniones
con comunidades, encuentros de matrimonios, cursillos prematrimoniales, misas
virtuales, dirección espiritual, encuentros de provinciales… Todo está siendo
hecho a través de zoom, Google meet u otras plataformas. Sin
duda, que esto tendrá mucho que ver con nuestras futuras organizaciones,
evitando viajes costosos y posibilitando mucho más las coordinaciones de
nuestros trabajos.
3. Una espiritulidad de la pandemia
De
pobre a pobre
En primer lugar,
la experiencia de la pandemia nos ha hecho tocar con mano nuestra fragilidad,
facilitando un diálogo de pobre a pobre. Jesús no se acerca a nosotros desde lo
alto sino desde abajo, desde la conciencia de la propia fragilidad. Desde la
experiencia de nuestra precariedad, de esa debilidad que la pandemia nos hizo
sentir a todos, contemplamos al Nazareno, que siendo rico se hizo pobre, y no
nos sentimos solos, sino acompañados. El Dios que nos ha revelado Jesús no está
detrás de las nubes, sino que se encarna en nuestras debilidades y carencias.
La humanidad de las últimas décadas progresó mucho, pero tenía la tentación de
creerse omnipotente, inmune a cualquier deficiencia, quizá un poco arrogante.
La pandemia nos ha hecho más humildes y, por tanto, más cercanos a un Dios que
se hizo frágil con nosotros. La
pandemia nos ofrece la oportunidad de volvernos humildes, capaces de asumir
nuestra propia debilidad, abiertos al don gratuito de Dios.
Acogida
y apoyo mutuo
Con esta
enfermedad hemos aprendido que protegerse a uno mismo era proteger a los demás.
Cuídate para cuidar a otros. En situaciones así se plantean cuestiones muy
simples, pero profundamente vitales: ¿Quién me prepara la comida, quién lava mi
ropa, quién me trae las medicinas? Pude superar la enfermedad, gracias a que
tenía una comunidad de hermanos que me atendieron con gran generosidad,
haciéndome llegar todo lo que necesitaba. Esa misma experiencia es la que han
vivido muchos otros enfermos y enfermas, en los hospitales y fuera de ellos,
cuando se sentían totalmente desarmados ante una enfermedad cruel y
desconocida. ¡Cuántos médicos, enfermeras, agricultores, comerciantes,
transportistas y muchos otros han permanecido en sus puestos sirviendo a los
demás, incluso con riesgo de sus vidas! ¡Cuántos voluntarios y voluntarias en
las parroquias u otras organizaciones se han dedicado a que no faltase lo
necesario a los más necesitados! La
pandemia nos enseña lo importante que es aprender a acoger y apoyar a quien lo
necesita en un momento de debilidad.Resistir
con esperanza
Muchos enfermos del Covid-19 debieron resistir por
semanas, a veces por meses, sin saber con certeza qué pasaría más adelante. La
confianza en Dios y en aquellos hermanos que les estaban ayudando los mantuvo
en la lucha. El personal sanitario tuvo que luchar contra algo que no conocían,
con medios a veces muy inadecuados, pero, por amor a esas personas que se le
habían confiado, lucharon con todas sus fuerzas, resistiendo. La pandemia nos enseñó a persistir en
el esfuerzo con paciencia y determinación, esperar contra toda esperanza,
confiar en Dios y en los demás.
Compartir la alegría
En este periodo de pandemia, a pesar de los
sufrimientos, mucha gente sencilla supo confiar en la cercanía de un Dios amor
y de unos hermanos que se hacían responsables los unos de los otros, siendo
fuente de paz, serenidad y alegría; una serenidad y una alegría que no provienen
de lo bien que nos van las cosas, sino de una certeza interior de ser amados a
pesar de todo y de que la vida es más fuerte que las dificultades. La pandemia nos
dio la ocasión de compartir la alegría en medio de la pobreza y la fragilidad.
Alumbrar un mundo nuevo
Cuando estábamos en medio de lo más duro de la
pandemia, muchas voces decían: Esperemos que salgamos de esto mejor de lo que
entramos. No será fácil, porque, una vez superado el miedo, volveremos a lo de
siempre: la desconfianza, el orgullo, el egoísmo. Pero el Evangelio es
precisamente el anuncio de que algo nuevo ha nacido en el mundo (“el Reino está
entre ustedes”) y de que algo nuevo puede nacer en mí, en mi familia, en mi
comunidad, en mi país, como en un parto doloroso pero lleno de esperanza. En
este sentido la propuesta del Papa Francisco de soñar una fraternidad universal
(Fratelli tutti) nos da un horizonte hacia el que mirar, en comunión con toda
la creación (Laudato sì) y la alegría del Evangelio como regla de vida (Evangelii
gaudium). La pandemia me permite creer que Dios
lo puede hacer todo nuevo. Toca a nosotros acogerlo y hacerlo vida, no desde la
arrogancia y el dominio destructor, sino desde la conciencia de nuestra fragilidad,
el respeto sagrado a la creación y la experiencia de ser hijos amados.
4. Ante
la muerte (reflexiones no tan espirituales)
Hace algunos años un
predicador de ejercicios espirituales me animó a pensar en la muerte como parte
de la vida. Poco caso le hice. Pero, cuando falleció repentina y cruelmente el
P. Gonzalo da Silva en la habitación de al lado, experimenté una cierta
conmoción y anoté algunos pensamientos que comparto tal como quedaron escritos
en el momento, sin elaborarlos más.
Cuando una muerte inesperada
nos toca de cerca (coronavirus), nos sorprende y nos desconcierta. Ante ese acontecimiento
las actitudes pueden ser tres:
· Endurecernos para protegernos; no pensar, realizar los trámites
necesarios; negarnos el sentimiento, anestesiarnos; no hablar del tema, como si
nada hubiese pasado... aunque a verdad es que no podemos escapar de ella.
· Fantasear respuestas positivas, religiosas o no, como una manera de negar
el dolor, la sorpresa y el desconcierto, aunque eso no acaba de satisfacernos.
· Saber llorar y aceptar el dolor, lo incomprensible; asumir la propia
fragilidad, como la Magdalena ante el sepulcro de Jesús. Solo después de ese
dolor sincero, que no se endurece ni busca fáciles soluciones, podremos recibir
la gracia de ver, comprender, asumir, esperar lo inesperado, lo que ya no
depende de nosotros...
Más tarde
murió en Brasil el P. Carlos Bascarán, compañero de muchos años. Me impactó
muchísimo y me hizo sufrir una dolorosa crisis interior. Entonces anoté lo
siguiente:
· Sensación de pérdida irreparable; desaparece su barba blanca, brillante,
reluciente, de profeta del AT. Desaparece su sonrisa pícara y buena, sus ojos
inteligentes y achispados; desaparecen sus hazañas deportivas, su guitarra, su
pasión futbolera, su deseo de ser uno más entre la gente común, su constate
referencia a Jesús de Nazaret y a su Reino, su compañerismo campechano...
desaparece Él. No lo volveré a ver. Me parece imposible, pero así es. ¡Qué
dolor! ¡Qué incomprensión! ¡Qué soledad!
· Morir es desaparecer en lo que somos física y espiritualmente. Entregar
los sueños, las posibilidades, los enfados, las relaciones, las oraciones;
cuando morimos poco a poco eso va sucediendo paulatinamente. Cuando morimos
inesperadamente, el proceso es brutal, mucho más doloroso, como un mal sueño.
· Morir es caminar hacia lo desconocido, hacia la esperanza que nos supera
física, afectiva, intelectual y espiritualmente, hacia un Dios del que no conocemos
casi nada y en el que confiamos como un niño que se echa en manos de su Padre,
como el náufrago que se confía al mar infinito, como la gota de agua que se
deja arrastrar por el río.
P. Antonio
Villarino - Bogotá
El perdón cura las heridas provocadas por el resentimiento y renueva las personas, las familias, las comu- nidades y la vida social. El perdón es la clave de nuestras relaciones con Dios, con el prójimo y con nosotros mismos El perdón es una necesidad. Si no perdono, no puedo ser perdonado. El perdón es un proceso, este es, un continuo crecimiento hacia la libertad interior. No olvidemos que algunas experiencias son tan dolorosas que requieren mucho tiempo transcurrido en el perdón.